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Elogio de los malos hábitos

Engáñame - Elogio de los malos hábitos

Ilustración

¿Cuánto podemos engañarnos a nosotros mismos? ¿Por qué, para qué lo hacemos? ¿Qué sentido tiene vivir en un mundo de mentiras, fabricando fantasías? En esta nueva entrega de sus Elogio a los malos hábitos, el autor explora los avatares íntimos del autoengaño en busca de respuestas.

Existe una especie de luciérnaga cuyas hembras emiten un centelleo particular cuando desean atraer machos de su propia especie. Algunos machos luciérnaga de una especie distinta han aprendido a imitar estos centelleos para engañar a los que, necesitados y deseosos, llegan a ellos anhelando algo que no saben que no ocurrirá, mientras los imitadores se preparan para devorarlos. 

Seguro usted también conocerá algunos casos de engaño en los reinos animal y vegetal, y es probable que ahora mismo se le estén ocurriendo muchos ejemplos cotidianos de humanos engañando a humanos. Yo sospecho que una parte muy importante de nuestros pensamientos cotidianos se nos va en preguntarnos si acaso alguien amado nos está engañando, o si descubrirá nuestro engaño, o si quizá seremos víctimas de una trampa que podría llevarnos a ser devorados. Pero con todo y lo importante y peligroso que es el engaño, quizá sea más acuciante preocuparnos por otra trampa de la evolución, una más íntima y silenciosa, y quizá más letal: el autoengaño.

En 2015 estaba preparando una clase sobre creencias religiosas para estudiantes de filosofía, y me encontré con un video de Daniel Dennett en el que se preguntaba qué creen quienes dicen que creen. Decía que tras un estudio en Estados Unidos, en colaboración con un equipo integrado por Linda LaScola y Richard Dawkins, realizaron pruebas a muchas personas preguntando sobre sus creencias religiosas, y se encontraron con detalles encantadores: que una parte importante de curas y pastores y guías religiosos sabía que no creían realmente en Dios (su trabajo era simplemente simular que sí), que otro porcentaje sinceramente creía que creía en el Dios católico pero realmente creían en otro dios o en ninguno, y que una parte de quienes creían que no creían realmente creían, aunque no sabían en qué ni cómo. Y entonces contó sobre una enfermedad que se llama anosognosia, una especie de problema neurodegenerativo que causa ausencia de la conciencia de nuestros déficits neuronales. 

Si uno tiene anosognosia no se da cuenta de que está enfermo, a pesar de que haya evidencia suficiente. Cierto tipo de esquizofrenia, por ejemplo, se presenta inicialmente como un tipo de anosognosia, por lo menos en la etapa en la que uno no sabe que una parte de lo que ve no es real, sea lo que sea que la realidad sea. Dice Dennett que la forma más radical de anosognosia se llama Síndrome de Anton: el asunto es que alguien puede estar ciego y no saber que lo está. Una persona con este síndrome puede pasar hasta una semana sin ver, ¡una semana! Le ha afectado una ceguera cortical y, no obstante, no sabe que no ve. Parece que su cerebro proyecta imágenes del lugar habitual del que la persona no sale, y así evita que la persona se dé cuenta de que está ciega, a pesar de tropezar ocasionalmente o no reconocer personas u objetos nuevos. No sólo se trata entonces de que yo puedo engañarte, claro, decirte que veo aunque no, se trata de que yo mismo soy engañado… 

¿por mí?

El primer engaño del que fui consciente fue cuando mi primita Lorena me convenció de que tenía evidencia de que yo era adoptado. “Vea Gordo, su mamá es oji verde y hermosa, su papá es moreno y fortachón, y vea usted… feo, cachetón y debilucho. Obvio, Gordo, obvio usted no es hijo de ellos. Además me quieren más a mí que a usted. A usted lo tienen es por pura lástima”, me dijo… Y le creí. En ese entonces nada encajaba: ni mi pinta ni el carácter. Y cuando triste le hice el reclamo a mamá se puso a llorar, le puso la queja a papá y entonces él, después de castigarme a su modo atroz, me agarró de la oreja y me llevó hasta la barriga de mamá y me mostró la larga cicatriz de su cesárea: “¡¿Y entonces qué cree usted que salió por ahí?!, ¡¿Ah?!, ¡Sopendejo!” Y entonces le creí, y miré feo a la Gorda, que estaba en una esquinita de la casa, cagada de la risa. Y luego la Gorda se me acercó y me dijo, con vocecita de serpiente: “¿Y usted les va a creer? Por ahí pudo salir otro niño y luego lo cambiaron por usted, esa cicatriz está muy grande y usted salió todo chiquito”… Y le creí de nuevo. 

Recuerdo otro engaño que me duró años. Fue sólo hasta llegar a la escuela que supe que era feo. Porque ahí sí había pelaos bonitos. En mi familia el lindo era yo. Toda la primera parte de mi niñez le creí a los piropos de mis tías, mis primas, mi abuela y mi mamá que me decían: “Ayyyyyyyy, pero qué niño tan lindo, mi tesorito, papito, gordito lindo, vea esos cachetes, esos ojitos, esos crespitos, mimimimimi…”, y tenía primas que se querían casar conmigo y todo (ahora que escribo esto, voy entendiendo que lo mucho que me gustan los mimos se debe también a una nostalgia de los mimos de las mujeres amorosas de mi niñez). El caso es que caí en las trampas de su querer y les creí, pero tarde que temprano le llega a uno el golpe de la realidad, la evidencia va haciendo trocha, a su ritmo, hasta que llega uno dentro de sí mismo.

A uno primero le llega la conciencia del engaño por vía ajena: empieza la familia, luego amigas y amigos, luego los amores, y luego el resto. Lo bueno o lo triste es que uno no tiene que leer a Platón o a Descartes para darse cuenta de que los sentidos engañan, y tampoco tiene que saber de Freud o de Lu Salomé para entender que la gente tiene mecanismos para impedir que uno ingrese a ellas, como muros de contención de sí mismas. Máscaras. Harry Frankfurt dice que quienes nos engañan nos conducen a cierta soledad, porque nos hacen vivir en un mundo que sólo existe en las palabras que han creado para nosotros, en un mundo en el que ni siquiera ellos mismos creen, en el que sólo vivimos quienes hemos aceptado con candidez su existencia. Y entonces uno está solo en ese mundo árido y fantasmagórico, pero no lo sabe. 

Todos los días el descubrimiento del engaño causa estragos. Los dramas de quienes han creído en un tipo de gobierno, de amistad o de amor cuando descubren que llevan días, meses, años, viviendo en la soledad de la farsa, cuando descubren que han sido burladas y burlados, viven una especie de humillación porque no se han dado cuenta, porque no supieron ver, porque su inteligencia ha sido insultada, porque han pecado por inocentes, y muchas veces lamentan no tanto las consecuencias del engaño sino el engaño mismo, como si la inocencia y la candidez fueran indeseables, como si el problema no estuviera en quienes nos arrastran a la soledad. 

Hoy, a esta hora, millones de personas elevan plegarias para pedir que sus personas más cercanas no las estén engañando, y quién sabe si desearían no haber descubierto algún engaño, si desearían que las personas siguieran siendo lo que ellas creían que eran, y no otra cosa. Cada que la realidad se desnuda un poco millones de personas sufren, porque esperaban o necesitaban de la realidad algo distinto. Cada que un engañador o engañadora son desnudados sufren, porque no querían que el fragmento oculto de su realidad fuera puesto al descubierto: ha fracasado su intento de conservar una privada parcela interior. Con esa desnudez pierden ambas un poco de sí. Y entonces, frente a frente se miran dos perdedores que tienen una especie de rabia con la ficción, y una especie de nostalgia con la realidad. 

Aunque son lamentables los mundos que el descubrimiento del engaño derrumba, las realidades figuradas que la realidad real absorbe, cada cual sabrá hacerse responsable de los despojos de sus engaños; sin embargo, poco se habla, poco se sabe, poco se advierte, poco se sabe sobre el asedio y desmoronamiento que causa el autoengaño. Con todo y la tragedia de las trampas ajenas, lo que intento decir es que ninguna trampa debería interesarnos más que la propia. 

Quien engaña sostiene una opinión o una descripción falsa sobre el mundo o sobre sí mismo como si fuera verdadera, y en ese caso es un agente externo quien es engañado. Así que existen dos partes: la que promueve el engaño y la que cae en él. Pero el caso del autoengaño es extraño. Dicen que quien se autoengaña sabe y no sabe que es falso lo que considera verdadero. Y engañado y engañador habitan, digámoslo así, en el mismo lugar. Hay quienes creen que quien se autoengaña sostiene simultáneamente dos creencias contradictorias, así que en alguna medida sabe dos cosas: que su pareja le está siendo infiel y que no sería capaz de serle infiel, por ejemplo; o que ella es una persona justa y moralmente responsable y que no lo es del todo; o que en la circunstancia que le aqueja es la víctima y el victimario. Cómo comprender que en alguna medida seamos la luciérnaga que devorará y al mismo tiempo la que espera copular. 

Sostener que el autoengaño es intencional ha puesto en aprietos a muchas y muchos expertos, porque ha implicado la hipótesis de un yo cognitivamente más débil que otro yo, y ese dualismo ha significado una locura. Hay quienes han sostenido que no, que intencional no, que hay una parte del cerebro que recibe los datos de la realidad y les resta volumen, valor, importancia, porque hay algo que tiene más fuerza que lo que se sabe: se trata de nuestros deseos, necesidades y esperanzas. Es como si supiéramos o sospecháramos que somos algo, que la realidad es de alguna forma, pero el deseo de lo contrario entona la canción mayor a la que nuestros oídos atienden, mientras el fragmento de realidad que valdría escuchar y podría salvarnos suena leve y apenas audible en ese concierto de necesidades.

El filósofo Andy Egan sostiene que existe algo así como el Creseo, que el autoengaño es un estado intermedio entre la creencia y el deseo. No el enfrentamiento entre dos creencias conscientes contradictorias entre sí, sino el combate entre un yo que defiende las creencias y otro habitante cerebral que defiende los deseos. Entonces, una parte del cerebro se pone a evadir las pruebas de la creencia que no convienen para ciertos fines, y el cerebro activa los soldados de las ideas convenientes, deseos, necesidades y esperanzas: sesgos, heurísticos y falacias se ponen a la carga para encontrar evidencia truculenta que me ayude a convencerme de que soy lo que en alguna otra medida sé que no soy.  

Los filósofos Bernard Williams y Donald Davidson señalan incluso que el autoengaño tiene un carácter protector, que su función evolutiva ha consistido en ayudar a las personas a evitar el sufrimiento que les causarían ciertas verdades que el propio cerebro considera irrelevantes comparadas con el bienestar del individuo, porque el cerebro no busca la verdad. Busca, fundamentalmente, la estabilidad del organismo y muchas veces conocerse desata el caos. Es como si el autoengaño evitara, por lo menos por algún tiempo, el desmoronamiento interior. Quizá sea por eso que el camino hacia adentro es tan lento y tortuoso. 

Y quizá sea esa la tortura de la que el personaje de un cuento de Felisberto Hernández huye. En el cuento un hombre habla de Elsa, la mujer a la que ama y con la cual sostiene un amor a distancia. Entonces empieza a decir: “¡Elsa me va a dejar pronto de amar!”, porque él cree que ella no resistirá la forma de su amor. Por lo que parece, Felisberto teme la posibilidad de ausencia del amor de Elsa, y por eso prefiere afirmar lo que teme, porque está convencido de que existe un “alguien -llámese Dios, destino o como quiera-, que es ladino y arrogante, y no le gusta que un mortal sepa más que él, y menos sobre el futuro. Entonces confía en que si Dios lo escucha, el supremo omnisciente no aguantará que él se salga con la suya, y por eso con más ganas sentencia:  “¡dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de amarme!”, para que Dios haga lo suyo y cause lo contrario, y así perder públicamente pero ganar íntimamente. Quizá a esta altura importe la confesión del Felisberto del cuento: 

Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme, puesto que yo afirmo que ocurrirá.

El autoengaño tiene también la forma de la lejana luz que emite un faro ilusorio a los náufragos en la oscura noche. De qué más podría aferrarse uno, cuando la realidad es bruma, sino de asumir como verdadera esa ficción. Quizá es por eso que me pregunto si acaso en el cerebro que habito hay un algo amable que no es un alguien, que no soy yo pero que habita conmigo, que busca protegerme de la realidad y llevarme por la ruta feliz de mis anhelos, y por eso me engaña. Si así fuera, podríamos inventar un dios, una diosa, la diosa del engaño que domina sobre ese algo, y suplicarle:

¡Protégeme, Señora, de lo que deseo!

Dicen que hay solución incluso para la anosognosia. Parece que no es un destino el autoengaño. La solución requiere un proceso del paciente para ajustarse a la realidad. Sólo eso. Y lo dicen así, como si todo fuera tan fácil o evidente. Como si fuera evidente que no ajustarse a la realidad constituyera enfermedad y como si ajustarse fuera siempre deseable. Ni lo uno ni lo otro. Imagino que si tuviera anosognosia esta sería una solución deseable, y claro que no sé, querida lectora, querido lector, cuál sea tu caso, pero mi autoengaño no es de ese tipo, y quizá coincidamos en que la realidad no siempre es un mejor lugar que la ficción. Al cielo entonces otra plegaria:

¡Protégeme, Señora, de la realidad!

Para los náufragos más vale la ilusión del faro. La conciencia de la realidad le impone grilletes al ser. Las ficciones, en cambio, son pura expansión, ilusoria o no, y qué más podríamos pedir las criaturitas en expansión sino un poco de posibilidad de ser, como si no fuera tragedia suficiente la finitud. Qué hacer entonces cuando la realidad juega en contra, cuando Elsa está dejando irremediablemente de amarnos, cuando no hay centelleos reales a favor, cuando en el mar la respiración mengua, e imperan el frío, la desesperanza y el cansancio. Si de una u otra forma he de morir devorado, prefiero la emoción de la ilusoria cópula.

Yo sólo quiero ser, Señora, y si en alguna medida vos trabajas en nombre de mis deseos, entonces trabaja tranquila en el espejismo, bienvenida la ficción, qué somos sino eso. Una parte de mí estará atenta a la realidad. Vos, por favor, enférmame, engáñame más.

Jhon Isaza

Estudió, estudia y enseña filosofía. Es librero en Libélula Libros, en Armenia. Escribe ocasionalmente para Bacánika, Bienestar Colsanitas, Revista Corónica y Universo Centro. Le interesa explorar múltiples y nuevas formas de llevar las reflexiones filosóficas a los diálogos cotidianos. Actualmente adelanta proyectos sobre justicia restaurativa en el Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente.

Estudió, estudia y enseña filosofía. Es librero en Libélula Libros, en Armenia. Escribe ocasionalmente para Bacánika, Bienestar Colsanitas, Revista Corónica y Universo Centro. Le interesa explorar múltiples y nuevas formas de llevar las reflexiones filosóficas a los diálogos cotidianos. Actualmente adelanta proyectos sobre justicia restaurativa en el Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente.

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